lunes, 23 de junio de 2025

Más tontinglish

Hubo un tiempo en que, con cierta frecuencia, me encontraba en mis clases con personas que se resistían, con ahínco y contumacia, a aprender inglés, aunque fuese en un nivel básico que les permitiría ampliar sus oportunidades laborales.

Curiosamente, esas personas se matriculaban en cursos de inglés porque sabían que era conveniente, pero al mismo tiempo se negaban a someterse, según decían, al "colonialismo", al "imperialismo" del inglés. Mantenían una actitud belicosa contra la lengua anglosajona, y decían que no estaban dispuestas a "ceder", a aprender un idioma que consideraban, al contrario que el español, feo, pobre, absurdo y, sobre todo, una imposición "de los americanos".  A esta actitud yo la denominaba mentalmente "patriotismo lingüístico", y lo consideraba un error, una forma de autolimitarse, de negarse un beneficio, porque aprender idiomas es algo objetivamente bueno.

Lo curioso es que ahora, más o menos una década después, ocurre todo lo contrario de aquel rechazo. Se diría que hay una especie de veneración hacia la lengua inglesa,  hasta el punto de que en el mundo de la cultura y del ocio, en todos los ámbitos de la vida social, y en especial en los medios de comunicación, el inglés se cuela en nuestra lengua de manera constante, por no decir cargante y enojosa.

Ya en varias ocasiones hemos traído ejemplos, recogidos de los medios de comunicación, de lo que otras veces hemos llamado aquí "tontinglish", es decir,  esa invasión pedante del extranjerismo anglosajón,  ese uso innecesario y artificioso de la lengua inglesa, que produce en muchos casos expresiones amaneradas, rebuscadas, o directamente incomprensibles para muchos. Y hoy, a riesgo de resultar yo misma repetitiva y cansina, vengo con una nueva tanda de ejemplos.

Porque lo cierto es que la cosa no deja de sorprenderme, tal es el número y la variedad de palabras y expresiones inglesas que adornan el discurso de periodistas, presentadores, reporteros, tertulianos, políticos y casi cualquiera que se exprese públicamente.

Entre los ejemplos de esta ocasión, tenemos la siguiente frase que leí no hace mucho en algún sitio de internet: "En la newsletter les explicamos qué es la dieta veggie". 

Sin duda está muy bien que nos expliquen qué es eso de veggie, pero deberían empezar por explicar también que es la newsletter. O mejor aún sería que en vez de newsletter dijeran boletín, y en vez de veggie dijeran vegetariana. Aunque a lo mejor es que yo soy muy antigua, cosa que admitiría sin reparo.

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En otra ocasión oí a un dicharachero entrevistado que dijo: "En esos casos, lo que hago es un facepalm." 

Supongo que muchos televidentes que escucharan esa frase se quedaron sin saber qué es lo que hace ese señor en esos casos. Pero me imagino que el señor prefería no hacerse entender, y por eso dijo lo del facepalm, en vez de decir que se tapa la cara con sonrojo, abochornado, o algo similar.

La verdad es que yo misma sentí un poco de sonrojo -pero no hice un facepalm- cuando oí a una meteoróloga que, comentando el tiempo que haría en los días siguientes, dijo que "las temperaturas seguirán en el mismo mood". Supongo que quería decir que las temperaturas seguirían iguales, o en la misma línea, pero para qué decirlo de forma sencilla pudiendo resultar pedante.

Lo mismo pensaría, supongo yo, la alegre reportera que hace unos días nos informaba de que el presidente del gobierno había modificado el timing de su agenda. Porque me imagino que decir sencillamente que había modificado la agenda es de antiguos, como yo.

Y terminamos por hoy con el pasmoso caso de la tertuliana que, después de que otra dijera que "en España no hay un gobierno en la sombra", se apresuró a añadir: "Lo que es el clásico shadow cabinet".

Créanme si les digo que casi empiezo a echar de menos aquel "patriotismo lingüístico" que tanto me llamaba la atención en mi etapa docente.


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lunes, 26 de mayo de 2025

Qué sensación

Ya hemos hablado aquí en ocasiones anteriores sobre el dilema que a veces se nos plantea entre leer o releer, entre dedicar nuestro tiempo a libros que aún no hemos leído o a libros que querríamos volver a leer.

Lo cierto es que para mí ese dilema está dejando de serlo, porque cada vez me apetece más la relectura y a ella me estoy entregando sin resquemor.  

Es indudable que siempre cabe la posibilidad de que el libro elegido no nos guste más o ni siquiera igual que la primera vez. Es un riesgo inevitable. Y si por ese temor elegimos no releer, siempre nos quedará la duda, el desasosiego, el comecome de no saber cómo habría sido la experiencia.  En cambio, si elegimos leerlo y resulta que nos vuelve a gustar tanto como la primera vez, o incluso más, la sensación será, como mínimo, muy gratificante.

Y eso es precisamente lo que me ha ocurrido a mí en estos días con un libro en particular cuya la relectura era, además, especialmente arriesgada.  Porque el libro en cuestión es uno que leí hace mucho, mucho tiempo. En concreto cuando yo tenía doce años. 

Aunque quizá, ahora que lo pienso, lo arriesgado fue que leyera ese libro a esa edad, porque no se trata de un libro infantil ni mucho menos. El caso es que recuerdo muy bien la emoción que me produjo aquella lectura y cuánto la disfruté. Por eso seguramente no había vuelto a leerlo, por temor a romper el encantamiento de aquella primera lectura, cuyo recuerdo siempre me hecho sonreír con gratitud. Además éste fue el primer libro adulto que leí en mi vida, o al menos el primero que leí completo y con deleite, y eso, sin duda, se merece un respeto.   

amazon.comPor si tienen ustedes curiosidad, el libro al que me refiero es El misterio de Salem's Lot, la mítica novela de Stephen King. 

Como saben algunos de ustedes, desde aquella primera vez he seguido siendo lectora de King durante toda mi vida; he seguido su trayectoria literaria y conozco su evolución. Y yo, lógicamente, también he evolucionado como lectora, de modo que a pesar de mi confianza en el talento del autor, tenía cierto temor a que el libro y yo no volviéramos a conectar como conectamos entonces. Sin embargo, ahora puedo decir con satisfacción que la relectura ha sido un deleite, y me ha sorprendido muy gratamente que un libro que leí en la infancia tuviera tanto que decirme de adulta. ¡Qué sensación!

Porque, claro, en aquella lectura infantil me fascinó la historia en sí, la aventura, las peripecias de los personajes, mientras que ahora he llegado mucho más allá, y he sido capaz de apreciar los méritos literarios y técnicos de la obra y su profundidad simbólica y psicológica, además de establecer conexiones con obras posteriores de King, conexiones que antes, naturalmente, no estaba a mi alcance percibir.

Por otra parte, también me parece interesante el detalle de que el ejemplar que he leído ahora es el mismo que leí entonces, porque lo he conservado siempre: ha sobrevivido al tiempo, al polvo, a las mudanzas... Y esto le ha dado a la lectura una aún mayor dimensión emocional, y ha hecho que en todo momento yo haya tenido presente  a aquella lectora de doce años que leyó la novela por primera vez: la he visto en su habitación, con el libro, ese mismo libro,  entre las manos, pasando las páginas con emoción, descubriendo un mundo nuevo... Y como para completar la emotividad de este reencuentro literario, en algunas de las páginas he encontrado, con cierto temblor del corazón, la indecisa firma de esa niña, que quizá ya entonces quiso sentir que aquel libro era suyo, suyo y de nadie más.

Ya ven ustedes que esta relectura, tanto tiempo pospuesta por temor a la decepción,  ha resultado una experiencia muy especial, gratísima, y no solo en lo literario.

 

Imagen de la primera versión cinematográfica de la novela,
El misterio de Salem's Lot 
(Tobe Hooper,1979).


jueves, 1 de mayo de 2025

La impostora

Ya dije aquí, en alguna otra ocasión, que a veces me siento una impostora. Una impostora lingüística, concretamente. Esto me ocurre cuando utilizo frases hechas, proverbios o expresiones  cuyo significado literal no conozco en realidad. Conozco el sentido que tienen esas expresiones, claro, y sé cuándo utilizarlas; el problema es que hay en su composición alguna palabra cuyo significado literal, su significado independiente fuera de esa locución, ignoro.

Es lo que me pasaba, por ejemplo, con la palabra brete.  Yo decía, con toda precisión y seguridad, eso de "poner a alguien en un brete", o "estar en un brete", para referirme a un momento de dificultad, de apuro, a una situación conflictiva en la alguien no sabe bien cómo actuar o se ve incapacitado para actuar con autonomía. Pero no sabía que el brete, propiamente dicho, era un cepo para los pies, esos grilletes que impiden a los prisioneros moverse con libertad.

Aunque ya puse remedio en su momento a mi ignorancia respecto al brete y algunas otras palabras incluidas en este tipo de unidades léxicas, no dejan de aparecer a cada momento otras frases que, como decía antes, me hacen sentir como una impostora por utilizar palabras cuyo significado desconozco. Porque si alguien, en el momento en que pronuncio una de esas locuciones, me preguntara qué significa esa palabra concreta, me pondría en un brete, precisamente.

Es decir, no sabría cómo salir del atolladero. Vaya, aquí hay otra. Salir del atolladero. Está claro que esta frase significa resolver un problema, librarse de algún inconveniente o peligro, de algún conflicto o dilema. Pero ¿qué es específicamente un atolladero?

Pues literalmente un atolladero es un lugar donde se atascan los vehículos, los caballos o las personas, como por ejemplo un barrizal.  Porque atollar es lo mismo que encallar o tropezar, atascar o atrancarse. Es decir, quedarse inmovilizado, como si lo pusieran a uno en un brete, ni más ni menos.

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Y no es extraño que uno, sea persona, caballo o carreta, se vea atollado en un barrizal si previamente han caído chuzos de punta. Y ahí vamos otra vez. Obviamente,  decimos "caer chuzos de punta" para referirnos a que llueve  con fuerza. Pero nuevamente he de preguntarme, contrita, qué es un chuzo.

Y una vez más el diccionario acude en mi socorro para sacarme de ese atolladero: un chuzo es un palo acabado en un pincho, en una punta de hierro, que se utiliza como arma. Es decir, un chuzo es una lanza o una pica.

Cabría preguntarse aquí, consecuentemente, por qué cuando llueve mucho decimos que caen chuzos de punta y no que "caen lanzas (o picas) de punta". Pero eso sería meterse en otro atolladero y por hoy ya está bien  de eso.


Foto Ángeles de los Santos


miércoles, 23 de abril de 2025

No estaría mal

 Esta entrada se publicó originalmente en Juguetes del viento el 7 de septiembre de 2018. 


No estaría mal, de vez en cuando,  poder vivir en ese mundo en el que todo tiene sentido.

En el que no quedan cabos sueltos.

En el que lo malo existe con una finalidad, no sólo por un motivo.

En el que nadie muere para siempre, porque lo pasado y lo futuro existen al mismo tiempo.

En el que la vida es un arte.

En el que las personas no hablan por hablar, ni  actúan por mera inercia.

No estaría mal, de vez en cuando, poder vivir la vida verosimil.

La que está hecha de palabras y pensamientos.

La coherente.

La que no defrauda.

La que sorprende pero no desconcierta.

La que emociona pero no abruma.

La que golpea pero no lastima.

La vida que a veces confunde pero nunca miente.

La que no busca ni espera nada, sólo ofrece.

No estaría mal, de vez en cuando, poder vivir en los libros.


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miércoles, 5 de febrero de 2025

Amor bajo control

Andrés Zabala llegó a la consulta abatido y demacrado.

—Usted dirá, señor Zabala, ¿a qué se debe su visita? —preguntó el doctor en psicología.

—A que desde hace un tiempo me devora la ansiedad. No como, no duermo, no disfruto, estoy siempre angustiado... 

—Entiendo —dijo el psicólogo llevándose la mano a la barba—. ¿A qué se dedica usted, señor Zabala?

—Soy propietario de una librería.

—Interesante. Y supongo que eligió usted esa profesión por vocación, ¿verdad?, por amor a los libros.

—Sí, señor. La literatura es mi pasión.

—Supongo que se hizo usted lector en la infancia.

—Así es. Aprender a leer y amar los libros fue todo uno.

—Entiendo. Y me imagino que tiene usted su casa también llena de libros.

—Efectivamente —dijo Zabala, que se entusiasmaba al hablar de cuestiones bibliófilas—. Vivo rodeado de los libros que he ido reuniendo a lo largo de mi vida. Incluso conservo todos los que leí de niño, de Amicis a Verne, y todos los que había en casa de mis padres, de Byron a Zola. —Y un tanto confuso añadió—: Pero ¿qué tiene que ver esto con mi problema de ansiedad?

Ignorando la pregunta, el psicólogo añadió:

—Y seguro que nunca se ha desprendido usted de ningún ejemplar.

—Por favor...

—Disculpe, no quería ofender. Pero dígame, ¿desde cuándo, aproximadamente, viene usted sufriendo esa ansiedad?

—Aproximadamente no; se lo puedo decir con exactitud: desde el 24 de marzo.

El psicólogo se acarició de nuevo la barba mientras meditaba brevemente. Entonces dijo:

—Me atrevería a decir que el 24 de marzo es su cumpleaños.

—Así es —respondió el paciente sin mostrar sorpresa.

—Y diría incluso que el pasado 24 de marzo cumplió usted 50 años.

—Sí, sí, claro. Esos datos estarán en mi ficha.

—Estarán, sí —dijo el doctor—, pero yo no veo nunca las fichas de los pacientes. Prefiero no conocer ningún dato a priori.

—Pues entonces, más que un discípulo de Freud, parece usted un alumno aventajado de Sherlock Holmes, si me permite decírselo.

—Se lo permito, por supuesto. Son posiblemente los más grandes conocedores de la mente humana. Pero sigamos con su caso, que me parece muy claro. Usted sufre de lo que llamamos «ansiedad de la abundancia». Ama usted tanto la literatura, y tiene tantos libros a su disposición que quisiera leerlo todo. Pero el día 24, al cumplir los cincuenta, que es media vida o más, tomó usted conciencia, aunque fuese inconscientemente, de que jamás podrá leer todos los libros que tiene al alcance de la mano. Eso le ha creado el estado de angustia y pesadumbre que lo atormenta.

—¡No me diga!

—Sí, señor Zabala, no me cabe duda. Usted es un bibliófilo, un bibliómano y un bibliófago. Incluso un bibliótafo, si me apura. El amor que siente por los libros es desmedido, desbordante, y ha llegado a tal extremo que ya no lo puede controlar y se ha convertido en un problema. Y es que el amor, de la clase que sea, hay que do-si-fi-car-lo. No se puede ir por la vida amando sin límites, sin medida, porque todo lo que se ama así, a barullo, a lo bruto, dejándose llevar por el apasionamiento, acaba por atragantarse.

—No irá usted a decirme que deje de leer...

—No, no, las soluciones drásticas pueden empeorar el problema. Pero sí debe moderar su amor. ¿Conoce usted la «teoría de las pequeñas dosis»?

Zabala negó con la cabeza y el doctor continuó:

—Esta teoría consiste básicamente en que las cosas que se toman en dosis pequeñas saben mejor, se aprecian mejor y por lo tanto se disfrutan más, y además no crean adicción. Que es lo que tiene usted: adicción a los libros, y por lo tanto tiene que desengancharse.

—Pero eso me va a resultar muy difícil.

—Claro. Tan difícil como es dejar el tabaco para el fumador empedernido; o como hacer dieta para el glotón irredento. Usted es un glotón de la lectura, por así decir, y deberá ponerse a dieta si quiere recuperar su bienestar.

—Pero es que precisamente a mí el bienestar siempre me lo han proporcionado los libros.

—Hasta ahora, estimado Zabala, hasta ahora. Pero en casos así, llega un momento en que el bienestar se acaba y empiezan los problemas.

Zabala asintió, resignado.

—Va usted a hacer lo siguiente —continuó el psicólogo en tono afable—: cuando esté en casa y le entren ganas de leer, lea, pero no se dé un atracón. Póngase un límite de, por ejemplo, veinte páginas diarias.

—Qué poco...

—Bueno, que sean veinticinco, pero ni una más. Y en la librería procure dominar su curiosidad por ver lo que cada libro encierra entre sus tapas. Cuando sienta ese deseo, distráigase con otra cosa; póngase, por ejemplo, a hacer crucigramas.

—Ah, pues me parece buena idea —admitió Zabala, algo más animado.

—Ya ve usted, si todo es buscar el lado bueno de las cosas.

 

Andrés Zabala salió de la consulta esperanzado. Había comprendido que las pasiones hay que controlarlas, no dejar que lo controlen a uno, y que todo exceso, antes o después se vuelve pernicioso.

Cuando llegó a su casa estaba decidido a hacer esa peculiar dieta que le había recomendado el psicólogo. Se sentía capaz, motivado, con un objetivo claro.

Al entrar en el salón contempló su biblioteca: tres paredes y media cubiertas de libros. Después fue a su estudio y observó otras tres paredes de libros más varias torres de ejemplares que subían desde el suelo a alturas diversas. A continuación entró en el dormitorio y suspiró al ver por todas partes estantes repletos de volúmenes.

Entonces volvió al salón, se acercó a una de las filas de libros y sacó uno de los más gruesos. Se sentó en su sillón de lectura y abrió el libro con deleite.

«Veinticinco páginas al día», recordó.

—Mañana empiezo la dieta, lo prometo —dijo en voz alta, como si hablara con el doctor.


Librería Feltrinelli (Milán)