Estos días vuelvo a leer los ensayos literarios
de Robert Louis Stevenson.
Stevenson escribe sobre hombres muy interesantes e
inteligentes, sobre grandes autores de la literatura europea y norteamericana
(Poe, Hawthorne, Victor Hugo, Balzac, Montaigne, Robert Burns, Shakespeare...), y analiza sus obras y sus
pensamientos con tal agudeza y penetración que a mí me parece que él, el propio
Stevenson, es el más inteligente de todos.

Y si siendo tan dispares, son, como dice Stevenson,
similares, entonces entiendo por qué me gustan los dos.
También compara a Dickens y Thackeray respecto a una
cuestión muy concreta de su literatura. Pero tampoco aquí hay ganador ni
perdedor: su juicio es ecuánime, otorga a cada uno lo que le corresponde. En cambio nosotros, los lectores, sí que
ganamos: ganamos una visión de las cosas que probablemente se nos escaparía, y
unas ideas que enriquecerán nuestras lecturas y les darán profundidad, con todo
lo que esto implica.
Los libros nos cambian, y de eso habla también
Stevenson, refiriéndose a la ficción. No sé si él pensó alguna vez que sus
propias obras de ficción formarían parte de ese olimpo literario que él
analizaba con tanta pasión. Pero es probable que no llegara a imaginar que sus
otras obras, sus ensayos, serían para algunos de nosotros una fuente de
conocimiento y de placer igual de provechosa, grata y estimulante.
Y es que hay libros que yo imagino como cofres del tesoro, de
esos que los piratas entierran en islas perdidas, y que contienen no perlas ni
diamantes ni monedas de oro, sino las ideas y las palabras de los mejores
hombres que han pisado el mundo.
A veces cuesta descubrir dónde están, pero cuando
damos con ellos, sentimos que ya somos ricos para siempre.