domingo, 17 de febrero de 2013

La niña de arriba


No sé si lo que voy a contar ocurrió de verdad, o si es un cuento que alguien me contó hace mucho tiempo, o si es un sueño que soñé alguna vez.
Quizás me lo puedan decir ustedes.
 
Eran días de mucho calor y de mucha luz. Unos amigos míos estaban colaborando con un grupo de teatro. Tenían que pintar unos grandes murales que decorarían el escenario, y varias veces los acompañé al local de ensayo. Era muy divertido: pasábamos la tarde del sábado pintando mientras escuchábamos música y charlábamos despreocupados.
 
El local era en realidad un piso particular. Estaba en la tercera planta de un edificio de cuatro, antiguo, elegante, grande y oscuro.
En cada rellano había dos viviendas, pero muchas estaban vacías, por lo que el lugar resultaba bastante misterioso.
Estaba en un calle bulliciosa, muy ambientada a todas horas, pero cuando entrábamos en el portal el silencio y la oscuridad nos rodeaban, y al poner el pie en el escalón de la entrada solíamos bajar la voz, como si nuestras risas fueran una falta de respeto a aquel ambiente.
Sabíamos que algunas de las viviendas estaban habitadas porque había un portero, un hombre muy antipático que parecía odiarnos, pero lo único que se escuchaba de vez en cuando era el sonido de alguna puerta al cerrarse.
Estábamos seguros de que la otra vivienda de nuestro rellano estaba deshabitada, y de que tampoco había nadie en la planta de arriba.
Un día, uno de mis amigos y yo llegamos pronto. No teníamos la llave, así que nos sentamos en las escaleras a esperar.
Estando allí, charlando y bromeando, miré casualmente hacia arriba, y, para mi sorpresa, vi allí a una niña de unos cinco años. Estaba asomada a la barandilla, mirándonos, observándonos.
-Hola, guapa –le dije-. ¿Qué haces ahí?
La niña no contestó, pero sonreía.
Mi amigo, también muy sorprendido, miró y le dijo algo, pero tampoco a él le contestó.
Subimos los dos tramos de escalera, atraídos por la curiosidad que despertó en nosotros la chiquilla. Era muy graciosa, pero al mismo tiempo tenía una expresión triste. Estaba  mal arreglada, aunque limpia,  y muy pálida.
Le preguntamos si vivía allí y dijo que sí con la cabeza. En el rellano había unos cuantos juguetes, y vimos que la puerta estaba entreabierta. Notamos un olor que salía de la casa. Era olor a comida, seguramente alguien estaba cocinando, pero no olía bien. Era un olor denso, rancio.
Entonces la puerta se abrió y salió una mujer joven, también desarreglada, tímida, sonriente, delgada y pálida. Sacó al rellano el carrito de un bebé, un niño de unos ocho meses, al que la niña empezó a hacer caricias.  La mujer tampoco habló mucho, solo le dijo a la niña que no nos molestara.
 
Al otro sábado, cuando volvimos, lo primero que hicimos fue asomarnos al piso superior a ver si estaba la niña. Allí estaba, con su hermanito, jugando. Nos acercamos y ella nos recibió con su triste sonrisa y alegría en los ojos.
La puerta de la casa estaba abierta, percibimos el mismo olor a rancio y vimos un montón de ropa sucia en el suelo.
A la semana siguiente, cuando yo llegué mis amigos ya estaban allí.  Oí  música a través de la puerta, pero antes de llamar subí la escalera. La niña estaba allí, como siempre, en el rellano. Estaba sentada en el suelo, con el carrito del bebé al lado y un muñeco en la mano.
Cuando  me vio sonrió y se levantó en seguida. Yo llevaba un helado. Lo había comprado justo antes de entrar en el edificio y apenas lo había probado, y cuando vi cómo lo miraba la niña, le dije:
-Toma, para ti.
La chiquilla cogió el helado como si fuera el mayor tesoro del mundo, y empezó a comerlo con tal deleite que se me escapó una lágrima. Yo era muy joven y apenas consciente de que algunos niños no tienen  lo que para otros es tan común como un helado.
Unos días después, cuando ya terminaba el verano, mis amigos me dijeron que el grupo de teatro no podía seguir utilizando aquel piso, y que ya habían trasladado todos sus enseres a un nuevo local.
Así que nunca volvimos al viejo edificio.
Muchas veces he pensado en la niña y en sus extrañas circunstancias. Y me he arrepentido de no haber hecho nada por ella. Tendría que haber vuelto algún día, para ver si estaba bien, para pasar un rato con ella, para preguntarle si iba al colegio...
Pero lo cierto es que me olvidé de ella cuando volví a clase, a mis quehaceres, a mi vida.
Y quizás echó de menos nuestra presencia, nuestras risas, nuestra música.
Quizás quería otro helado, y yo nunca volví.
 

 

14 comentarios:

Sara dijo...

"Y yo nunca volví". ¡Qué manera de acabar, de resumir tu pequeño "despiste"! Un "despiste" universal, con el que podemos identificarnos todos.

Tu relato me ha emocionado, me ha calado hondo...¡y está tan bien escrito!

Besos.

Metalsaurio dijo...

Por un momento pensé que se trataba de una historia de miedo disfrazada de experiencia propia.

Puedes estar segura de que esa niña todavía recuerda el helado que le regalaste :)

loquemeahorro dijo...

Estoy de acuerdo con los demás comentarios, por una parte, que seguro que recordó ese helado mucho tiempo y por otra, que todos hacemos eso: Pensamos en volver, pero al final...

Juan M de los Santos dijo...

Debo reconocer que al leer el relato se me escapó una lágrima, bueno, dos...Nos acercas directamente y sin paradas a esa tragedia cotidiana que vive mucha gente a nuestro alrededor. Que muchos llevan con una dignidad propia de príncipes. Como esa niña, a la que imagino como una princesa que tiene asumida su circunstancia en esta vida, rodeada de miseria, de vacío. Pero tú le mostraste una luz. A esas personas que se resignan y sufren inmóviles, a veces, un pequeño detalle les abre los ojos a lo posible. Quiero pensar, como dice Metalsaurio, que esa niña recuerda el helado que le regalaste, y recuerda también que una persona fue amable con ella, que le trajo un poquito de esperanza... y que gracias a ello, y a su entereza, hoy puede ser una persona feliz que consiguió hacerse un sitio en la vida. Un relato maravilloso que provoca multitud de sensaciones...

Mestalsaurio dijo...

"Que muchos llevan con una dignidad propia de príncipes"...a día de hoy, les supone mucho a los príncipes, jajaja! Posiblemente, esa niña tuviese más dignidad que ellos.

(Juann, me lo has puesto a huevo)

Un saludo.

Ángeles dijo...

Sara, muchas gracias, guapa ♥

Bueno, Metalsaurio, algo de miedo sí que hay en la historia, ¿no? ¿Y por qué no crees que sea en efecto una historia disfrazada de experiencia real?


Cierto, loque, pensamos hacer las cosas y al final siempre hay algo que se interpone, o lo interponemos nosotros mismos, aunque sea inconscientemente. Me parece.

Gracia, Juann. Veo que sois más generosos que yo con el comportamiento de la co-protagonista de esta historia, lo cual me alegra mucho. Y me encanta que encuentres en el relato todas esas sugerencias que explicas tan bien. ☺

Je,je, Metalsaurio, yo creo que Juann se refiere a príncipes y princesas de los de verdad, o sea, los de los cuentos. Los que salen en los medios de comunicación son imitaciones de mala calidad ;-)

JuanRa Diablo dijo...

Sea esto algo real o soñado, imaginado o vivido, lo cierto es que me ha emocionado, me ha tocado algo por dentro.

Desde que nació mi hijo hubo una transformación en mi que hace que hoy no pueda soportar ver sufrir a un niño. Observar en ellos cualquier carencia afectiva, o las más básicas necesidades que les puedan faltar, me entristecen mucho.

Seguro que quiso algún helado alguna vez y se acordó de aquella dulce aparición que un día se lo ofreció.

Es un relato agridulce que recordaré mucho tiempo.

Ángeles dijo...


Thank you, Juanra

MJ dijo...

Yo también creía que era un cuento de miedo, pero si no es real podría serlo perfectamente. Es triste, pero ocurre muchas veces. Sin embargo, sí creo que el que subiérais a hablar con ella, que le prestárais atención y ese helado significaron mucho para alguien que, seguramente, tendría la sensación de ser invisible.Dejó de serlo desde ese momento y para siempre.

Ángeles dijo...

MJ, me ha gustado eso de "tendría la sensación de ser invisible" y gracias a nosotros dejó de serlo.
Gracias.

Anónimo dijo...

Por un lado me "alegro" del giro que ha tomado la historia ya que yo también pensaba que iba a ser la tópica historia de fantasmas.
Por otro, me hace sentir mal porque yo ni me habría planteado volver ya que confieso -y espero que no me odies- que procuro evitar saber de las desgracias ajenas.

carlos

Ángeles dijo...

Carlos, yo también me alegro de que el final de la historia no te haya decepcionado.

Y no te sientas mal: es muy humano no querer implicarse en las desgracias ajenas. Nos tenemos que defender del sufrimiento como podamos.

No, no te odio nada-nada :-)

Holden dijo...

Y mucho hiciste con el helado, Ángeles. Lo cierto es que lo he dicho siempre: vivir en las ciudades le obliga a uno a volverse de piedra con este tipo de cosas. Y es que si no, de tanto ver miserias, mendigos, tristeza, animales abandonados y niños solitarios, uno acabaría por volverse loco.

Pero la hiciste bien, y seguro que al menos a ella le sirvió. Ese helado ya no hay quien se lo quite, ya sabes.

Muy bonita la historia.

Ángeles dijo...


Gracias, Holden, por venir, por comentar y por tu reflexión.

Ahora sé que el ser humano tiene un límite en su capacidad de empatizar con los demás; se sabe científicamente, quiero decir. Y es precisamente una defensa de nuestro cerebro justo por lo que dices, porque no podríamos soportar la carga emocional de todo el sufrimiento ajeno.

De todas formas, ojalá sea como dices y el helado o la poca atención que le presté le sirvieran de algo a aquella niñita.

Thank you!