jueves, 26 de enero de 2012

La tienda de don Luis

Hace unos días me acordé, no sé por qué, de don Luis y su tienda.
Don Luis era un señor muy alto, muy delgado, algo agachapado, y muy viejo. Al menos, así lo veía yo y así lo sigo viendo en mi recuerdo.
Y a juzgar por lo nebuloso y difuso de tal recuerdo, yo debía de ser muy pequeña cuando iba a su tienda con mi madre y a veces con mi abuela.
Don Luis andaba despacio y hablaba muy bajito. Y su tienda era muy antigua y bastante oscura, lo cual sería razón suficiente para que el lugar no le gustara a ningún niño. Pero a mí me gustaba.
Era una tienda de ropa de casa, si el recuerdo es fiable, y tenía un mostrador grande y compacto, de madera maciza. Y lleno de arañazos y muescas, con el borde gastado, pulido por el uso de muchos años y la caricia inconsciente de muchas manos.
Recuerdo también a una señora mayor -seguramente su esposa- bien arreglada, que siempre estaba allí, tras el mostrador, sentada en una silla, sonriente, observando el funcionamiento del negocio, pero sin intervenir en el mecanismo comercial.
Y me recuerdo a mí misma mirando embobada a don Luis, sus pausados movimientos y su peculiar aspecto.
Pero lo que mejor recuerdo es el cuaderno. El cuaderno rectangular, apaisado,  con tapas azules y hojas de color crema. Eso sí que me encandilaba. 
Cuando alguien hacía una compra, don Luis sacaba el cuaderno de detrás del mostrador. Lo ponía encima con suavidad, con un movimiento parsimonioso y espeso, como envuelto en polvo y silencio. Entonces lo abría despacito, pasaba las hojas con cuidado, apoyaba la mano y escribía.
Anotaba palabras y números, con esmero, con cuidado, con tanta lentitud como lo habría escrito yo misma con mi inexperta mano infantil.
Cómo me fascinaba aquel cuaderno, y cuánto me hubiera gustado poder escribir en él, en aquellas hojas mullidas y densas...

Mucho tiempo después, siendo yo ya adolescente, me acordé un buen día de don Luis, como ahora, aparentemente sin motivo. Le pregunté a mi madre y me dijo que la tienda cerró siendo yo todavía pequeña.
Me imagino que don Luis se jubiló del negocio, o de la vida, y nadie tomó el relevo. 
Y me pregunto si antes de cerrar la tienda por última vez recogió el cuaderno y se lo llevó   consigo.
Me gustaría saberlo.

        

12 comentarios:

loquemeahorro dijo...

Me has hecho perdonarle (una vez más) la vida a la humanidad completa.

Por cierto, qué magia más especial tienen los cuadernos, sobre todo cuando son nuevo, novísimos y por primera vez empiezas a escribir en ellos...

Sara dijo...

A mí lo que me llama la atención es esa mujer sonriente y bien arreglada que se abstiene de intervenir en el "mecanismo comercial". ¿Por qué? ¿Era analfabeta? ¿Le dolían los huesos? ¿O se había quedado anclada en la posguerra española?

Besos.

Ángeles dijo...

Gracias, Loque, me alegra tu decisión, porque, la verdad, una aniquilación global ahora mismo me vendría mal.
Es verdad, los cuadernos nuevos son algo muy especial. Te dan ganas de escribir con cuidado, con orden, sin tachones... después, conforme los vamos usando les vamos perdiendo el respeto (aunque no el cariño).

Sara, no sé qué le pasaría a la señora, pero creo que de todas formas no hacían falta dos personas para atender el negocio. Y me gusta pensar que se iba a la tienda con el marido porque simplemente le gustaba estar allí con él.
Saludos.

MJ dijo...

¡Jo! ¡Qué bonito! Siempre escribes cosas tan tiernas... Me has puesto melancólica, pero vale la pena leerte. Se nota la curiosidad y el cariño.
Ahora todos nos preguntamos qué habrá sido de ese cuaderno maravilloso.

JuanRa Diablo dijo...

Y si esto no fuera un blog y escribieras todas estas cosas a mano para nosotros, estoy seguro de que lo harías con pluma, con una caligrafía exquisita y mojando en la suave tinta de la nostalgia.

Lo he disfrutado porque lo he imaginado perfectamente, como si lo hubiera vivido.

Además parece que mi mente quiere traerme algún recuerdo de negocios parecidos a éste, familiares y a la vieja usanza, siempre oscuros y misteriosos, sobre todo para los ojos de un niño.

Me queda una curiosidad, ¿esa foto tiene que ver con el texto?

Ángeles dijo...

Muchas gracias, MJ.
Yo quiero imaginar que el cuaderno lo tiene un nieto o un sobrino de don Luis; que lo guardó porque él también iba a la tienda de pequeño y quiso conservarlo como recuerdo. Y ahora está en una caja, en el altillo de algún armario, allí guardadito, y que un día, haciendo limpieza, lo volverá a ver, y lo abrirá y le traerá recuerdos, y se lo enseñará a un hijo o a un sobrino, y vuelta a empezar.

Muchas gracias, JuanRa.
Eso de "la suave tinta de la nostalgia" me ha gustado mucho. Qué melancólicos estamos, ¿no?

No, me temo que la foto no es de la tienda de don Luis ni mucho menos. Como es una imagen de un establecimiento antiguo, me pareció adecuada para decorar la entrada. Pero no es mía siquiera. Una lástima.

Lan dijo...

No sé a ti, pero a mí me mandaba mi madre a comprar de fiado a la tienda del señor Gamo.
- Dile que te lo apunte.
Entonces se iba con la botella del aceite y se compraba por cuarterones y se envolvían las viandas en papel de estraza. También el señor Gamo tenía un cuaderno donde apuntaba la contabilidad mensual de las madres.
Y, bueno, que me has traido muy gratos recueros impregnados de olor a bacalao, a pimentón, a chocolate y a morcillas. Además de ese caramelo que el señor Gamo me daba o esa figura de mazapán que me regalaba, sacándola de una caja grande de madera, y que yo roía para que me durara.
Se llamaba Nicolás Gamo Aidapus y fíjate cómo algunos recuerdos, de personas ajenas, perduran en la memoria como si fueran propias. Seguramente es que entonces lo eran.
Gracias.

Ángeles dijo...

Gracias a ti, Lan, me alegro de que esta entrada te haya traído recuerdos agradables y los hayas compartido aquí.
Me encanta el nombre del señor Nicolás Gamo Aidapus. Es propio, como mínimo, de una novela de Cela.
Y sí, esas personas a las que recordamos "como si fueran propias" sin duda lo eran.
Saludos.

Mae Wom dijo...

Qué relato tan bonito! Qué forma de contarlo tan bonita! Y qué recuerdos propios me ha traído! Tengo yo el recuerdo de una tienda de ultramarinos (de las de verdad, no las recauchutadas en que se han convertido ahora los chinos, que por cierto, digo yo qué recuerdos de infancia tendrán los niños de hoy con respecto a esto) justo debajo de la casa de mis padres. Recuerdo que era un matrimonio mayor aunque no mucho, con el pelo blanco él y gran bigote, que cada vez que entraba yo en la tienda me enseñaba cómo se podía comer un "nevado" entero sin morderlo antes para partirlo. Yo debía de mirar embobada y a este hombre debían de gustarle mucho los nevaditos -la verdad es que estaba gordito y era grande- porque aunque no recuerdo que entrara todos los días a su tienda sí lo hacía con frecuencia y siempre hacía lo mismo ;).

Me ha encantado la imagen del mostrador con las huellas del uso y lo de "la caricia inconsciente de muchas manos".
Espero un libro tuyo cuando te decidas a escribirlo. ;)

Ángeles dijo...

Muchas gracias por esas palabras tan amables, Mae Wom. Me alegro mucho de que te haya gustado y te haya traído recuerdos.
Y gracias por la historia de los nevaditos. Qué gracioso el hombre.

Dudo más que mucho de mi capacidad para escribir un libro, pero gracias por creer que es posible ;-)

Anónimo dijo...

¡Yo anduve por tiendas así! Jo. Si parece mentira que hayan existido hace tan sólo treinta años. Había una que me gustaba especialmente. Era un mercería que regentaba un señor un tanto misterioso. Es que era mayor y todavía le llamaban Angelito, además el hecho de que se dedicara a vender cremalleras, botones, cosas que empleaban las señoras... por eso me resultaba extraño. El caso es que la tienda era un local enorme de un edificio decimonónico, con un gran porche que da a la Plaza MAyor. A mi me fascinaban la miriada de cajoncitos de madera donde guardaba aquellos objetos tan delicados, el suelo de tarima crujiente y la gran mesa de madera como la que tú has descrito.

carlos

Ángeles dijo...

Carlos, las mercerías a mí me fascinaban especialmente por eso que tú tan bien has referido como "la miríada de cajoncitos". Era fabuloso, y qué infinidad de botones, cremalleras, lazos, broches, todos diferentes y todos bonitos. ¡Qué difícil elegir!

Qué bonito eso del señor mayor que se llamaba Angelito, y entiendo que te resultara un poco extraño todo aquello. Ahí tienes tú un relato, no sé si lo has pensado...

Yo siempre he tenido la sensación, y los mayores me lo han confirmado, de que "antes" las cosas cambiaban muy poco, se mantenían iguales durante mucho tiempo, durante décadas. Y en cambio, hace 30 o 40 años todo empezó a cambiar muy deprisa, casi sin durar nada: las modas, la tecnología, las ideas...
Por eso aquellas tiendas como las de don Luis y la de Angelito llegaron hasta nosotros, y las modernas no llegan a ninguna parte.